6
Abr
2018
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Meditación: Muerte

Ya habíamos dicho que la meditación es una especie de trampa: entramos pensando en idealidades y nos encontramos justo lo contrario: con las realidades, con la sombra que no queríamos ver. Buscamos experiencias extraordinarias y cosechamos frustraciones. Queremos encontrar un oasis de paz y no dejamos de rememorar los problemas que habíamos querido dejar en la puerta de la sala. No es de extrañar que muchos salgan corriendo después de una breve experiencia meditativa.

Las plantas carnívoras son muy atractivas, de bellos colores y dulces aromas, pero en su interior esconden jugos corrosivos. Hay, es cierto, una aureola de santidad alrededor de la meditación, pero es una artimaña para cazar vanidades. Cuando estamos dentro, suena la caracola de la guerra. Podemos decir que la meditación es la guerra santa contra el ego; la conciencia es prisionera casi todo el tiempo del ego y tenemos que liberarla.

Cuando el ego está en su salsa, es todo movimiento, gesticulación, palabrería, extraversión y manipulación de la realidad que tiene más a mano. Como si fuera un titiritero, el ego mueve ojos, lengua, cabeza y manos, todo lo que le ayude a tener un mejor control de la situación. Esta percepción nos lleva a comprender mejor la estrategia de la postura meditativa, que simula la muerte.

La postura meditativa nos obliga casi siempre a estar inmóviles, con la manos plegadas en algún gesto simbólico, con los ojos cerrados o semicerrados y con la lengua vuelta hacia el paladar. Casi parece que no respiráramos, que estuviéramos al otro lado de la vida.

Tras unos minutos de curioseo, el ego se encuentra sin agarres en la meditación, se encuentra maniatado y boca abajo. Es entonces cuando empieza a aullar, esto es, a querer moverse, a quejarse internamente y a inventarse historias para pasar el rato hasta que suena la campanilla final de la sesión de meditación.

La postura meditativa es una ratonera para el ego, un anzuelo para pescar el ilimitado amor y la importancia personal que se profesa a sí mismo, un cepo para atrapar la permanente huida del presente que le amenaza y, sobre todo, una red para cazar el terrible miedo que le tiene a la muerte.

Lo cierto es que no podemos vivir sin ego, sin una conciencia individual integrada en el mundo social. Ahora bien, no se trata de matar al ego literalmente, pero sí de reeducarlo, de que aprenda a permitir y no a controlar neuróticamente, a escuchar en vez criticar, a ser en vez de obsesionarse con tener, a confiar en vez de defenderse sistemáticamente, y lo más difícil, a amar en vez guerrear continuamente con todo y contra todos.

Meditación Síntesis. Julián Peragón. Ed. Acanto

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